El Mercurio
Cero
Cero fue el guarismo del Imacec de septiembre. No mucho mayor es el 1,8 que proyecta el Banco Central para nuestro crecimiento tendencial en la próxima década. Este año no solo no cumpliremos las metas oficiales, sino que estas ya denotaban una incomprensible resignación frente al estado de la economía y las consecuentes estrecheces de sus ciudadanos, especialmente las capas medias y más vulnerables.
A los problemas en seguridad y a la disfuncionalidad de la institucionalidad pública (Estado, política y justicia) —que por supuesto afectan a la economía—, se suman el estancamiento de la inversión y del empleo formal.
Se hace insostenible para los proyectos de inversión, sean locales o extranjeros, lidiar con los plazos y niveles de incertidumbre que permite el largo y discrecional vía crucis de permisos, reclamaciones administrativas y judiciales. Ilustra aquello el que un activista de una importante ONG se ufanara de poder ‘agregar unos 2 mil días a cualquier proceso de evaluación ambiental’.
El gerente del principal proyecto minero de la próxima década con una inversión de US$ 7.500 millones, resignado nos informaba que deberán esperan siete años en permisos para estar en condiciones de emprenderlo. Entonces, ¿cómo podemos competir si —como recientemente nos enteramos— en Brasil solo tardaron 16 meses en aprobar un proyecto de US$ 4.000 millones de la chilena Arauco, con estándares ambientales de clase mundial?
En el caso del litio, se siguen acumulando atrasos e incertidumbre en la asignación de los contratos especiales de operación, mientras que las empresas que llegaron primero a Chile por sus reservas únicas del demandado mineral, ya inician sus operaciones en Argentina. Y vemos cómo Noruega se fija la meta de duplicar su producción de salmón, mientras en Chile llevamos años sin entregar nuevas concesiones.
En materia de empleo, mientras la informalidad se mantiene en el doble que los países de la OCDE, la poca generación de empleo se centra en el sector público y en trabajos informales.
Estos ejemplos y los magros resultados de nuestra economía muestran lo obvio: no podemos seguir evadiendo los cambios sustantivos que se requieren en nuestra institucionalidad económica. O peor aún, la política no puede seguir presumiendo que pueden ser reemplazados por cambios cosméticos o por la acción discrecional del Estado.
Pero esta obviedad parece no alcanzar a quienes —desde el Gobierno y el Congreso— detentan la responsabilidad de proponer cambios de política pública proporcionales a la magnitud del desafío. El Gobierno y el Senado siguen avanzando en la discusión de un proyecto de ley de permisos ambientales que, como muchos hemos advertido, rasca donde no pica.
En relación con el litio, ni se avanza en su concesibilidad ni tampoco en la alternativa de dotar de un marco regulatorio claro a los contratos especiales de operación, para acotar la discrecionalidad de los gobiernos para definir cómo, a quién y cuándo asignarlos.
La acuicultura también sigue esperando los perfeccionamientos necesarios para que se reactiven las concesiones, y la industria de la desalación observa cómo las indicaciones parlamentarias desvirtúan el proyecto de ley que proponía dar celeridad al desarrollo de proyectos.
Mientras se engrosa la lista de iniciativas legislativas que desincentivan el trabajo formal, brillan por su ausencia aquellas que al menos nos saquen de los últimos lugares de la tabla de la OCDE en flexibilidad laboral y costo de contratación.
Si la política de lado y lado no provoca un punto de inflexión en estas discusiones, y, en vez, siguen gastando la escasa energía política en discusiones que no van al fondo del asunto, o reemplazando la certidumbre de un marco regulatorio por la actuación discrecional del Estado, seguiremos ahondando la crisis, alejando la inversión y el empleo formal, y sumiendo al país en un estado de deterioro cada vez más difícil de revertir.