El Catalejo de Galileo

La madre de todas las ciencias

Por: Pedro Villarino

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*Pedro Villarino es integrante de la Red Pivotes y académico Faro UDD

Entre las muchas voces acuciantes que susurran por los pasillos del ex Congreso Nacional, quizás la más fría y seca sea la del tiempo. Y si bien algunos hacen eco de su llamado con mayor solicitud que otros, resultaría un desacierto renegar de ella y continuar actuando como si no estuviese pasando nada. Lo cierto es que pasa que no le queda mucho tiempo de vida al proceso constitucional, y sí le queda mucho por hacer.

A tal punto ello es palpable, que incluso el mismo oficialismo, reivindicando “su voluntad de construir acuerdos”, ha solicitado postergar la votación de las enmiendas, cuyo inicio está fijado para el lunes 28. A la luz de las encuestas, se entiende la urgencia de su llamado: el tiempo apremia, y las expectativas de la ciudadanía no muestran mayor esperanza. “Desperdiciar este momento sería una irresponsabilidad y un error histórico”, remataron entre rostros con expresión severa y manos encontradas a la altura de la cintura.

Y sí: es posible que tengan razón. No solo porque el tiempo es poco, sino porque desperdiciar esta oportunidad sería, además de un error histórico e irresponsable, irrecuperable.

No deja, sin embargo, de resultar sorprendente el cambio que este mensaje trasluce, viniendo de quien viene. Más que mal, el antiguo proceso constitucional fracasó, en no menor medida, por la actitud opuesta que este mismo sector político manifestó en su despliegue. Pues en lugar de “retomar el camino de los acuerdos que tanto necesitamos”, aplicó con fervor religioso el mantra que bien dejara en claro Daniel Stingo a las pocas horas de haber asumido como convencional: “Los grandes temas los vamos a poner nosotros, y que quede claro. Y los demás tendrán que sumarse”.

Así, la actitud del actual oficialismo redundó en escasez –por no decir nulidad- de todo aquello por lo que ahora abogan: apertura al diálogo, búsqueda de consensos y la escucha de quien expresase una opinión distinta. Simplemente no hubo espacio para ello: “No vengo a negociar los derechos de los pueblos indígenas. Vengo a señalar cómo se deben garantizar”, sentenciaba pocos meses después la convencional mapuche Natividad Llanquileo, zanjando lo que –se esperaba- debía corresponderle a la Convención discutir. Pero no fue así. Y a pesar de las amenazas esbozadas (fue el mismo Stingo quien categóricamente esgrimió que “al que le guste, bueno, y al que no, tendrá que adaptarse”), resultó que Chile no se adaptó.

Ahora bien, ¿qué necesidad asiste como para revivir la memoria del fracaso, y para qué volver sobre sus fantasmas? Más allá de sus consecuencias, los errores cometidos deben ser asumidos como aprendizajes que contribuyan a moldear el comportamiento, de manera que, al ser interiorizados, se eviten los efectos nocivos que pudieren haber generado en el pasado. En resumidas cuentas, y como bien lo planteara el mismo Emerson, “la experiencia es el maestro más duro: primero te da el examen, y luego la lección”.

Es de esperar, entonces, que al tomarle el peso a lo que está en juego, los consejeros no solo asuman que su rol debe ser ejercido pensando más allá de las fronteras de sus lineamientos políticos, sino que también sopesen la relevancia de las semanas venideras. No hacerlo, lamentablemente, constituirá un error histórico… e irrepetible.

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