EL DÍNAMO
El díscolo efecto péndulo
La ciudadanía decide su voto a través de una pulsión, resultado de combinar ideas, percepciones, sentimientos y noticias recientes. Esto último es lo que los psicólogos llaman “sesgo de recencia” y que explica en gran medida por qué hoy tantos asignaban el premio G.O.A.T. a Messi en desmedro de Pelé: la maestría del argentino la tenemos todos fresca en la retina, mientras que las gambetas del brasileño amarillean en registros granulosos. Todo esto significa que el voto emitido no es —en general— una respuesta precisa y redonda a una pregunta específica, que puede ser “¿aprueba/rechaza?”, o “¿por quién vota para este cargo?”.
El voto, por tanto, suele sustentarse en un collage de elementos en lugar de focalizarse en las preguntas trascendentales:
1) ¿Qué me están preguntando?
2) ¿Estoy conforme con el rumbo que lleva el país?
Pensemos en la última elección de consejeros constitucionales. Para un santiaguino cuyas convicciones se alinean mejor con la centroizquierda, sus candidatos naturales son Natalia Piergentili (PPD) o Carmen Frei (DC). Pero si además ese santiaguino es crítico de la gestión del gobierno, y olfatea/huele que éste buscará el apoyo de la centroizquierda para avanzar en su programa, podría privilegiar un representante de centroderecha como Gloria Hutt (Evópoli) o Bruno Baranda (RN).
Coexiste con esta dinámica el díscolo efecto péndulo, reflejo de la volubilidad de convicciones y de ese miedo irracional que en tantos resulta decisivo a la hora de votar. ¿Por qué lo tacho de irracional? Porque si me identifico con la ideas de un sector (digamos, la centroderecha) pero considero que cojea (digamos, estimo mediocre el gobierno de Piñera) lo racional sería aspirar a que mi sector genere una mejor opción de gobierno con un mejor candidato, en vez de arrancar a la vereda de enfrente en busca de algo distinto. Ese raciocinio parece pueril, pero campea. De mantenerse zigzaguearemos ad nauseam, bamboleándonos entre polos, incapaces de ofrecer un requisito que el desarrollo exige: un umbral mínimo de estabilidad en las políticas públicas.
“Un país sometido a la ley del péndulo no tiene futuro”, sentenció el sociólogo Ernesto Ottone. ¿Es posible extirparla, o a lo menos reducir radicalmente el ángulo de su vaivén? Habida cuenta de la condición humana eliminarla es una utopía. Dicho eso, las utopías son necesarias como guías para el largo plazo, inspiraciones para el puerto último de recalada.
Reducir el bamboleo del péndulo sí es posible, y con ello caminar con mayor prestancia y solvencia desafiando la influencia tóxica de la polarización. ¿Cómo? Con una sólida formación valórica y cívica de niños y jóvenes, partidos políticos comprometidos con sólidos principios éticos, y una institucionalidad robusta capaz de detectar y corregir las desviaciones.
Es un desafío de marca mayor, pero alcanzable si somos capaces de entusiasmar y movilizar una masa crítica de entidades que —sin mezquindades ideológicas ni ansiedades políticas de corto plazo— visualicen sus dividendos en términos de paz, democracia, cohesión, comprensión mutua, acuerdos transversales y desarrollo social y cultural, sólidamente financiado por crecimiento sostenido.