El Dínamo

Emisiones negativas, crecimiento positivo

Por: Ignacio Andueza

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Solo una severa alergia a los datos concedería excusa para cuestionar lo exitosas que han sido las últimas décadas para Chile. Esta prosperidad material, entre 1990 y 2020, trajo como consecuencia un aumento del 116% en las emisiones de gases de efecto invernadero del país. Y cómo no, si ahora más del 70% de los hogares cuenta con auto, y los viajes en avión pasaron de lujo a rutina. La carne en nuestros menús ya no es sólo para días especiales, y de nuestro celular, que está siempre encendido demandando energía, nos separamos con suerte para ducharnos.

El ciudadano promedio en Chile emite más de 6 toneladas métricas de carbono equivalentes (CO2eq) por año. Digamos que cada uno de nosotros necesita talar seis araucarias anuales para saciar nuestras comodidades ¿Por qué cito esta métrica biocida? Para zambullirnos en lo que aquí nos convoca: el potencial de nuestros bosques, plantaciones y ecosistemas.

Todos juntos, como país, emitimos unas 110 megatoneladas de CO2eq por año, y la mayor parte de estas vienen de la generación de energía usando combustibles fósiles. Por otro lado, coexisten las denominadas “emisiones negativas” ¿Cómo dice que dijo? Sí, negativas. Estas corresponden a la captura del carbono que está flotando en la atmósfera por parte de bosques, humedales, bofedales, turberas y plantaciones forestales. En el caso de los bosques y plantaciones, es mediante su crecimiento anual que se “comen” el carbono que está flotando en la atmósfera, y lo convierten en tronco, ramas, hojas, corteza y raíces, y otra buena parte queda “secuestrada” en el suelo.

Nuestras vidas se sostienen sobre todo en el uso de materia fósil. Hágase usted la pregunta, desde que se levanta hasta que se acuesta ¿Cuántas formas de petróleo utiliza? Si después de desayunar se lava los dientes, su cepillo está hecho de plástico. Incluso si es una de esas novedades fabricadas de avena o bioplástico, considere los insumos agrícolas, el combustible de tractores y transporte que lo hacen posible. Ejemplos sobran, pero basta con pensar en que todo lo que usamos día a día, depende de una cadena productiva fuertemente ligada al petróleo y sus derivados. El punto es el siguiente: Pensar que la materia fósil desaparecerá de la matriz productiva en el corto o mediano plazo no es realista.

Los enormes esfuerzos para reducir las emisiones de carbono se han centrado en la generación de energía (solar y eólica principalmente), pero la comunidad científica internacional la tiene clara: No basta con reducir, es necesario remover además el carbono que hemos inyectado a la atmósfera durante todos estos años de despreocupado frenesí industrial. ¿Y cómo podríamos abordar semejante desafío? Necesitamos una nueva industria de “emisiones negativas”, abocada a la cosecha de carbono desde la atmósfera. Hay dos avenidas principales: las Soluciones Basadas en la Naturaleza (SBN) y la Captura y Secuestro de Carbono (CCS en inglés). Esta última es aún incipiente, y sus actuales limitaciones no permiten posicionarla como una solución a escala. De hecho, el último reporte del IPCC es claro en afirmar que la naturaleza es el único medio de mitigación realista con el que contamos a la fecha, asique por ahora, giremos la cabeza hacia las SBN.

En palabras sencillas, las SBN usan y administran sistemas naturales —bosques, humedales, praderas, etc— para solucionar problemáticas socioambientales. Para nuestra fortuna, son multifuncionales, ya que entregan diversos servicios ecosistémicos ¿Servicios eco-qué? Imagínese la sombra de un árbol bajo la cual recupera el aliento un caluroso día de verano. Esa sombra es un servicio ecosistémico. Pero ese mismo árbol asume otras varias pegas a la vez: captura carbono y material particulado, sirve de hábitat a aves que comen insectos indeseados, y hasta capaz que le tienda una manzanita si anda con suerte.

Esos servicios, que nos benefician sin que siquiera nos percatemos, podrían convertirse en una fuente de crecimiento económico ¿Cómo? A través de los mercados de carbono. Estos surgieron a lo largo de la década de los ‘60, y con la aprobación del Clean Air Act (1970) en Estados Unidos, junto a la implementación del sistema Cap and Trade (“un techo y a transar mi alma”, en traducción no literal) se pretendía resolver la escabrosa lluvia ácida generada por las emisiones industriales de dióxido de azufre. Se fijó un límite total a las emisiones de ciertos contaminantes, lo que los convirtió en un recurso escaso, y luego esa cuota se repartió bajo la forma de permisos. Toda industria debía poseer los permisos del caso si su plan era contaminar. Quienquiera lograse emitir por debajo de su cuota asignada podía vender el saldo a quienes no conseguían la hazaña. Movida por el multimilenario afán de lucro, la lluvia ácida se redujo considerablemente.

El sistema ha evolucionado desde entonces. Tras su integración en el Protocolo de Kioto y de debatirse en múltiples cumbres internacionales, sus principales fallas fueron identificadas: doble contabilidad, límites de emisiones muy altos, multas por incumplimiento muy bajas, fugas de carbono, etcétera. Hoy contamos con un vehículo bastante más sofisticado.

En Chile transitamos por un buen camino. El impuesto verde implementado en 2017 y la reciente Ley Marco de Cambio Climático, junto al reglamento de mercados de carbono, son herramientas de gestión ambiental que apuntan a la internalización de costos socioambientales. Dicho eso, existe un amplio margen de mejora. El impuesto está bien inspirado, pero es sólo de tipo correctivo y no recaudatorio. En el caso de los mecanismos Cap and Trade, se busca generar un negocio con los gases de efecto invernadero, y al mismo tiempo incentivar la innovación en tecnologías ambientales, y la inversión en proyectos verdes.

Nos aguarda una enorme oportunidad que debemos saber aprovechar: estructurar una institucionalidad especializada en los mercados de carbono, que no se basen exclusivamente en la reducción de emisiones mediante proyectos energéticos, sino en las “emisiones negativas”. Es en este ámbito donde el sector agrícola, mediante agricultura sustentable y regenerativa, y el sector forestal, con sus más de 23 mil pequeños y medianos propietarios de bosque, deben desempeñar un rol protagónico. Respecto a lo último es importante considerar la Política Forestal de Chile a 2035, que a través de los mercados de carbono podría ayudar al cumplimiento de dos de sus pilares: Productividad y crecimiento económico, y equidad e inclusión social. Cierto es que a la cosecha de frutas, praderas, hortalizas y productos madereros, se puede sumar la cosecha de carbono atmosférico. Algunos actores como Allianz Zero Emissions entregan algunas cifras sobre potenciales retornos de hasta $US 1500 por hectárea por año, y entidades como Bloomberg proyectan posibles aumentos de hasta un 3000% en el precio de la tonelada de carbono para el 2030. Hoy el carbono atmosférico es comercializable, pero existen brechas de conocimiento en cuanto al verdadero potencial de estos mercados, y el proceso se debe volver más atractivo (simple) para los pequeños y medianos dueños de predios forestales y agrícolas.

A su vez, se deben atender dos cuestiones urgentes. Los mega incendios forestales y las nuevas dinámicas del fuego amenazan con convertir al sector forestal en la mayor fuente de emisiones de carbono del país. Es fundamental que el diseño de estos mercados promueva la conservación de ecosistemas y su restauración, evitando así el cambio de uso de suelo en el caso de incendiarse bosque nativo. Si de plantaciones forestales se trata, se requiere de excelentes planes de prevención del fuego (porque combatirlo es ineficiente y un derroche de recursos) que permitan dar certeza sobre el secuestro de carbono en el largo plazo. Por otro lado, si proyectos como reforestaciones masivas se vuelven interesantes (y se deben considerar los compromisos realizados por Chile a través de su INDC 2020), se debe abordar la complejidad de la medición de flujos de carbono para tener seguridad sobre la efectividad del mecanismo de mercado. Considerando que existen más de 2 millones de hectáreas en proceso de erosión activa con potencial de forestación, estos proyectos deberían ser evaluados ambientalmente por el SEA, porque plantar árboles donde no corresponde también puede devenir en un problema socioambiental.

No podemos seguir talando seis araucarias anuales para sostener nuestras noches de Netflix. Chile goza de la oportunidad de convertir patrimonio natural en fuente de prosperidad a través de los mercados de carbono, y romper la tendencia, haciendo de las emisiones negativas, un crecimiento positivo para el país y su población.

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