EL DÍNAMO
La eficiencia y la dignidad
En la vorágine de sentimientos que ha provocado este febrero triste para Chile, existe un elemento que enciende una pequeña luz de esperanza como mirada común. La eficiencia en la gestión pública, a menudo mirada en menos en discursos que la abordaban como mera tecnocracia, se ha revalorizado al aparecer como uno de los elementos transversalmente valorados del legado del ex presidente Sebastián Piñera tras su trágico deceso.
El rol de un Estado es particularmente necesario cuando sus habitantes enfrentan catástrofes inesperadas. Es allí cuando puede aparecer lo mejor de sus capacidades: el poder mover recursos, enfrentar la emergencia y luego ser el apoyo para que las personas logren reconstruir sus vidas. También es, de forma usual, una carrera contra el tiempo. Llegar un día antes o después no da lo mismo: es una señal poderosa, en lo práctico y en lo anímico, de que aquellos que sufrieron lo indecible no están solos. A veces esas soluciones iniciales no son perfectas. Pero el valor de estar, de dar una pequeña base de normalidad en tiempos complejos, otorgando un lugar desde el cual empezar a rearmar lo perdido, es uno de los elementos que justifica la existencia del Estado.
A Sebastián Piñera le tocaron no una, sino dos contingencias catastróficas donde un Estado ágil y eficiente podía marcar la diferencia. Una de ellas la recibió apenas días antes de su primer mandato: el terremoto del 27 de febrero de 2010. La otra marcó la mitad final de su segundo período: la pandemia del COVID-19. Cada una de ellas tenía múltiples complejidades, impacto en diversas áreas de la vida y una necesidad de respuestas urgentes.
En ambos casos, el tiempo ha sabido valorar el sentido de prisa que se impuso a las tareas. Con símbolos como el plazo perentorio de 45 días que Piñera le puso al entonces ministro de Educación, Joaquín Lavín, para que todos los niños de las zonas devastadas el 27-F volvieran a clases, nada más asumir la presidencia; o la masiva campaña de vacunación iniciada antes de un año del primer caso de COVID-19 en Chile, siguiendo criterios estrictos de edad y salud como prioridades, sin importar la condición social ni económica.
Son ejemplos claros del poder positivo que puede tener el músculo del Estado: en el primer caso, su capacidad de priorizar y acelerar tareas, moviendo recursos que estarían fuera del alcance de un particular cualquiera; y en el segundo, el asegurar, en un momento crítico, una distribución equitativa de un medicamento clave para superar una pandemia que había paralizado a una parte importante del mundo.
En los funerales del ex presidente pareció haber coincidencia sobre esta idea. El propio mandatario Gabriel Boric dijo que reivindicar el legado de Piñera es “actuar con sentido de urgencia y pragmatismo frente a las necesidades de los chilenos y chilenas”. Para ello, debemos contar, sin duda, con un Estado moderno, robusto y profesional, que pide a gritos una reforma que privilegie la meritocracia por sobre el amiguismo y el pituto como la clave para incentivar el progreso del país.
Hace cuatro meses, en Pivotes nos reunimos con el ex presidente Piñera en su oficina. Uno de los temas que le inquietaba era la necesaria modernización del Estado. Lo mencionó también en su última conferencia pública en Brasil, como un punto clave para la defensa de las democracias. Pero modernizar el Estado no es un homenaje póstumo ni una reivindicación de un legado político: es una necesidad que urge para enfrentar, entre otras cosas, las catástrofes presentes y futuras, como la reconstrucción de las zonas arrasadas por los incendios en Viña del Mar. Porque, cuando se trata del Estado, no hay dudas que preocuparse por la eficiencia es preocuparse por las personas y su dignidad.