LA TRIBUNA DE LOS ÁNGELES
Si no le gustan mis convicciones, tengo otras
Columna de Joaquín Barañao
Los proyectos de inversión suelen traer beneficios aprovechados por muchos (generar energía para todo el país, por ejemplo) e impactos que son padecidos por unos pocos (los operadores turísticos del río que se represó, por ejemplo). Los gringos incluso acuñaron un acrónimo para la oposición de los residentes de la zona aledaña: NIMBY, not in my back yard, no en mi patio trasero.
¿Qué tanto peso debemos asignar a la opinión de las comunidades locales a la hora de decidir la aprobación o rechazo de un proyecto?
En un extremo, ninguno. “Somos parte de un todo y los intereses de unos pocos no pueden hipotecar el de todos los demás. ¿Es injusto? Sí, pero nadie dijo que la vida es justa”. Hasta hace no poco atrás, el mundo funcionaba así. Por eso la notoriamente hedionda planta de Arauco en Constitución se emplaza al medio del pueblo, una localización que hoy sería inconcebible. Y en países donde la autoridad se impone con puño de hierro, como China, sigue siendo bastante así. Donde manda Politburó, no manda marinero,
En el otro extremo, la participación de las comunidades locales es vinculante. El proyecto se hace si les gusta, no se hace si no les gusta, y no hay más que hablar. Suena moderno e inclusivo, el antónimo de las imposiciones top-down que tanto trauma han causado a lo largo de la historia humana, pero basta con escrutar un minuto y se reconoce cuán inviable resulta. Iniciativas capaces de otorgar beneficios enormes dormirían el sueño de los justos porque atentan contra la cosmovisión de quizás un par de familias. No existiría Chuquicamata, ni la refinería de Concón. No se puede crear prosperidad general de esa manera.
El avispado lector comprenderá que ambos extremos están lejos del equilibrio virtuoso. ¿Estamos?
Pues bien, considere ahora lo siguiente: en marzo de este año el municipio de La Higuera organizó una consulta ciudadana acerca de la eventual instalación de Mina Dominga. Un arrollador 96,1% de los 827 vecinos participantes votó a favor. Puede parecer poco, pero es más que los 800 que votaron para el plebiscito de entrada de 2019.
Usted y yo ya acordamos que sería un extremo nocivo asumir que la participación local es vinculante, pero ¿no es acaso el extremo contrario ignorar por completo esta voluntad? Un muy nutrido activismo de élite santiaguina se llena la boca con “las comunidades” y “los territorios”. Pues bien, esta es una oportunidad de demostrar que no son palabras al viento. Eso no significa dar en forma automática una voltereta olímpica y apoyar sin más a un proyecto que genuinamente estiman dañino tal y como fue concebido, pero sí al menos debiera llevarlos a abrirse a conversar respecto de bajo qué condiciones ambientales Dominga sería aceptable. ¿Qué menos que eso? Si no aceptan ni siquiera ese grado de acogida, deberán preguntarse: ¿les importa acaso en lo más mínimo la mirada de quienes viven allí? ¿O es que los santiaguinos siempre saben mejor lo que les conviene a los incautos habitantes de “los territorios”?