EL DÍNAMO

Paradojas del poder

Por: Rafael Palacios

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Cada equipo de gobierno que llega al poder se aferra a la posibilidad que le brinda el hacerse del aparato público para contratar a miles de personas durante su gestión, reclutas a los que se les distribuirán las rentas y estatus que confieren las distintas reparticiones del Estado. Lo que subyace a esta práctica es la convicción de que el nombramiento de esos cargos públicos aumenta el poder del equipo de gobierno, pues cada designación descansa sobre el principio de reciprocidad: el nombramiento confiere dinero y reconocimiento, dones que deben ser retribuidos con lealtad y abnegación.

De esa forma, el poder del equipo gobernante se expande desde un puñado de amigos hacia miles de personas, trascendiendo partidos, ideologías y clases sociales. Esto explica que, pese a que en las campañas estos equipos usualmente prometan convocar a “los mejores”, cuando logran la conducción del Estado el comportamiento sea distinto ya que resulta ilógico para cualquier gobierno despojarse de esa prerrogativa en tanto opera como una fuente de poder y, para cualquier gobernante, es irracional perder poder cuando su objetivo principal es, precisamente, concentrarlo para asegurar su ejercicio.

Esa convicción es más certera cuando la principal fuente de poder de los gobiernos es la elección que los hizo hacerse del Estado, es decir, cuando el evento de la elección tiene la aptitud para extender en el tiempo la legitimidad del ejercicio del poder conferido a través del voto, pero se torna equívoca con la perspectiva diacrónica que proporcionan actualmente las encuestas. En efecto, cuando la legitimidad de un equipo de gobierno emana de la evaluación constante que hace la opinión pública de su gestión, la reciprocidad del nombramiento traspasa toda investidura funcionaria, alcanzando directamente al ciudadano. Así, lo que era un mecanismo multiplicador de poder para conformar una burocracia cohesionada aparece a los ojos de la opinión pública como acomodos de una clase privilegiada que pasan a mermar el propio poder que se buscaba potenciar.

Así, cuando los resultados de un equipo de gobierno son evaluados constantemente por la opinión pública, el principio de reciprocidad comienza a operar entre el equipo gobernante y la ciudadanía, debiendo el primero buscar la legitimidad del ejercicio del poder en la aprobación de la segunda. El problema es que, para ganar la aprobación de la ciudadanía, el equipo de gobierno necesita que las decisiones que toma -las políticas públicas que implementa- impacten en la vida de las personas en el corto y mediano plazo, al punto que éstas puedan discernir entre un antes y un después de la adopción de la medida. Y para ello, el equipo de gobierno necesita un aparato público con las capacidades para ejecutar efectiva y eficientemente esas políticas públicas.

Pero ese aparato público eficaz se constituye únicamente con un servicio civil profesional, es decir, con decenas de miles de funcionarios públicos con la experiencia y capacidades técnicas que simplemente no pueden desarrollar ni adquirir en un solitario período de gobierno. Por ello, la facultad del nombramiento irrestricto se vuelve paradojal, en tanto ella misma impide la configuración del Estado moderno que necesita actualmente un equipo de gobierno para poder generar diferencias tales en la calidad de vida de los ciudadanos que éstos puedan evaluarlas positivamente durante la extensión de su mandato.

En la sociedad moderna, entonces, en donde la legitimidad de un equipo de gobierno emana de la evaluación constante que hace la ciudadanía de su gestión y no del mero evento de la votación a través de la cual se hizo de la conducción del Estado, la forma de concentrar poder es creando un aparato público con las capacidades para implementar eficaz y eficientemente las políticas públicas que puedan hacer una diferencia en la vida de las personas, objetivo sólo alcanzable invirtiendo en la formación permanente del capital humano que lo constituye, y que el recambio de miles de directivos con cada ciclo de gobierno no lleva sino a su destrucción.

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